Supe de Laguna Comala porque me dijeron que acá
vivía mi bisabuelo, un tal Pedro Páramo. Mi abuela me lo contó un verano, y yo
le creí, por supuesto, porque prometió nunca mentirle al último nieto que
cargaría con este apellido.
Me llamo Benjamín Páramo y tengo trece años.
Poco hay que decir de mí, salvo que leo demasiados cómics, me gusta el cine de
horror y tengo prohibido encerrarme en mi cuarto. Por lo demás, no tengo magia
en mi cuerpo, ni cicatrices en la frente; no hablo con leones parlantes, ni
asalto roperos a media noche. Sólo tengo un apellido genial en un pueblo aburrido
que una vez estuvo lleno de gringos esquiando en la laguna.
Comala alguna vez tuvo un montón de agua en el
centro y un pueblo alrededor de ella. Pero el agua se fue un Día de Muertos,
"como si fuera drenaje", dijo la abuela. Y cuando todos empezaron a
mudarse, quiero decir casi todos, pues sólo quedaron un montón de casas solas,
un puerto de madera sin barcos y el nombre como una broma cruel y triste.
Ahora, en el
verano, Laguna Comala es el infierno, lo juro. Y se me olvidaba contarte: estoy
aquí castigado.